Relatos morbosos

EL VUELO DE ÍCARO


—¡Pero adónde vas, animal! —le grito Dédalo a su hijo, que, en ese momento, aún no sin cierta torpeza, rasgaba el cielo con el batir sus alas majestuosas.

Cuando ambos partieron del laberinto de Creta, Ícaro se había elevado vacilante y temeroso, pero en cuanto sintió cómo sus pies se despegaban del suelo, cambió de actitud al instante. ¡Porque menuda sensación! Sobre todo cuando después de haberse ejercitado durante un rato en el aire, adquirió la destreza y confianza necesarias como para sostenerse con gracilidad en el centro del cielo. Habiéndose pasado tanto tiempo matando los días, las horas, los minutos y los segundos explorando un laberinto que guardaba el secreto de su salida en lo más profundo de su exterior, aquella sensación de libertad le regocijaba tanto, que casi podía adivinar la figura del mismo Zeus sobre la curva del horizonte.

Aquello de volar no se parecía a ninguna otra cosa que hubiera experimentado antes, ni él, ni la mayoría de los humildes mortales. Como para acordarse entonces de la advertencia que justo antes de partir le había hecho su padre: «A ver, Ícaro. Dos cositas: primero, no vueles demasiado alto, porque si no, el calor del sol derretirá la cera de tus alas, ¿vale?; y segundo, tampoco vueles demasiado bajo, porque entonces la humedad del mar podría empapar las plumas y hacer tus alas tan pesadas que podrías caer al mar y ahogarte. Así que, hala, sígueme de cerca y no marques tu propio rumbo.»

—¡Vuelve aquí! ¡Vuelve…! —seguía insistiendo Dédalo desde mucho más abajo.

Y de hecho debería haber vuelto entonces, si se hubiera acordado de hacerlo o si los gritos de su padre hubieran podido llegar hasta donde él se encontraba. Porque justo a continuación, Ícaro empezó a sentir la escocedura del sol en su piel; y lo que fue peor, también sintió que había algo en sus alas no marchaba como debía: lejos de la destreza con la que las había estado manejando hasta entonces, ahora parecía que no estuviera más que agitando un enorme hato de palos en el aire.

—¡La cagamos, Ícaro! —se dijo entonces a sí mismo, justo cuando comenzó a ver algunas plumas de sus alas revoloteando en el aire, libres de la presa de cera que las había mantenido unidas a sus espaldas.

Quiso entonces girar hacia abajo y tratar de bajar en un semipicado hasta el lugar en el que se encontraba su padre. Pero no, ahora ya era demasiado tarde. Sus movimientos en el aire se tornaron erráticos e infructuosos, y finalmente, perdido totalmente el equilibrio, cayó en picado y sin control mientras aleteaba inútilmente y sembraba de plumas la espiral de aire a través de la que se precipitaba.

—¡Padre, padre…! —gritó entonces desesperado, requiriendo una ayuda que hasta él mismo sabía bastante improbable— ¡Me caigo!

Así estaba siendo la caída de Ícaro. A falta de una intervención divina, apenas unos segundos le separaban ahora de una muerte inminente. Lo único que cabía entonces dilucidar era la forma en que moriría: fruto del impacto contra el mar, o sencillamente ahogado.

~

Hay que joderse. Si hubiera sido sólo un poco más prudente, no habría volado tan cerca del sol y ahora podría estar siguiendo su rumbo inicial hacia tierras más tranquilas junto a su padre. Claro que también si su padre hubiera sido un poco más diestro (¿no decían que era tan buen artesano?), no habría sido tan chapucero con las alas que había fabricado y seguro que entones no se habrían deshecho al más leve rayito de sol que recibieran. Y además, si Dédalo no tuviera que estar todo el santo día inventando cualquier cosa para no aburrirse, no se habría puesto a fabricar un artilugio volador para escapar del puñetero laberinto de Creta, un laberinto que, para colmo, él mismo había diseñado para el tío ése, Minos, rey de aquellas dichosas tierras…

¡Pero un momento! ¿Y por qué había acabado él encarcelado en famoso laberinto de Creta? Por su culpa no, desde luego. Lo único que Ícaro sabía era que un mañana temprano su padre le despertó y le dijo: «¡Arriba Ícaro! Nos mudamos a Creta. He conseguido el trabajo del siglo.» ¿Qué le iba a decir si no en aquel momento, la verdad de la que más tarde se enteraría? «¡Arriba Ícaro! No mudamos a Creta. Acabo de matar a tu primo Talos porque me moría de celos al ver que era mejor artesano que yo.» Padre no hay más que uno, por supuesto, ¡pero es que menudo elemento estaba hecho el suyo!

Total, que a Creta que se fueron por culpa de Dédalo, teniendo Ícaro que dejar en su tierra natal a sus amigos de toda la vida, y también a una novieta que se había echado en los últimos días y de cuyas tetitas estaba completamente enamorado. Ahora que Ícaro caía descontrolado en el aire, ella era lo único de lo que podía acordarse, sobre todo de la última vez que se vieron, cuando no pudieron contenerse más ninguno de los dos y echaron uno rápido y bastante guarro entre las calles de la ciudad. Mmmmm… Ahora que lo recordaba —y al contrario de lo que había pensado antes—, aquella sensación sí que se había parecido a la de volar.

Se preguntó entonces si una sensación parecida a la de volar era lo que había buscado la zorrona de Pasifae cuando —ayudada, ¡cómo no!, por Dédalo— quiso que aquel toro blanco la enganchase bien enganchada por detrás y cuyo fruto fue un Minotauro con el que, entonces, Minos, su pinticornudo marido, no supo qué mierdas hacer. «¡Su puta madre! A menuda tierra de anormales me han tenido que arrojar. Y mira como voy a acabar yo ahora que nada tengo que ver con ellos.»

Fue precisamente a consecuencia del episodio del Minotauro por lo que Minos quiso construir el laberinto. Y así mataba varios pájaros de un tiro: primero, tener un lugar en el que encerrar a la bestia y desentenderse del deshonroso fruto de su mujer; segundo, darle trabajo a Dédalo y presumir de arquitecto ante todo el universo helénico; y tercero —atención al tercero—, resarcirse del pueblo de Atenas pidiéndole cada nueve años el sacrificio ante el Minotauro de siete muchachos y siete doncellas, todo ello a consecuencia de no sabía Ícaro muy bien qué puñetera afrenta hecha contra Minos por los atenienses. Si es que… ¿Pero qué clase de políticos son estos que arreglan sus conflictos internacionales con sacrificios humanos?

Pero claro, Dédalo era Dédalo, ¡el gran artesano! —y también el gran conspirador, habría que decir— y después de todo lo que ya había provocado, aún no estaba lo suficientemente a gusto, no, no señor, por lo que tuvo que rizar el rizo: le tuvo que contar a Ariadna el truco para salir del laberinto, y ella, completamente empollada de Teseo, se lo contó a éste para que pudiera escapar tras matar al Minotauro.

Y «¡Hasta aquí hemos llegado!» Eso fue exactamente lo que Minos debió pensar en ese momento. Porque fue entonces cuando encerró a Dédalo en el laberinto para que dejara las manitas quietas durante un tiempo. Y a Ícaro con él, al pobre Ícaro, cuya única culpa siempre había sido la de que por sus venas corría la misma sangre que la del cenutrio de su padre. Así se hacían las cosas aquí: ojos por ojo, dientes por diente y la familia entera por uno de sus miembros.

En fin, ahora todo eso ya daba igual. No valía la pena continuar haciéndose mala sangre y morir encabronado. Si iba a morir, quería hacerlo a lo grande, con la satisfacción de haber estado a punto de tocar el techo de cielo. Y eso equivalía a morir con la cabeza bien alta, aunque, por la trayectoria que llevaba en el aire —pensó también— fuera literalmente a morir con la cabeza bien hacia abajo.

—¡Ja, ja, ja…! —se le escapó entonces de mala manera ante aquella penúltima observación suya.

A menudo Ícaro había meditado sobre cuál sería su actitud a la hora de morir, y lo que ahora experimentaba le reconfortaba. Porque qué absurdo le parecía todo ahora. Le parecía todo tan absurdo que sólo le cabía la risa: la vida, la muerte, los dioses… Sí, eso, sobre todo de los dioses… Qué grandes cómicos eran los dioses. Parecían los actores de un gran teatro en el que van sacando al público al escenario para hacerles toda clase de perrerías, y el resto del publico se descojona del espectáculo, ignorando que todos ellos serán los siguientes de cualquier momento a otro.

Despreciable, ¿verdad? Pero también de un cómico a más no poder.

Hasta entonces, Ícaro no había hecho más que caer en barrena agitando sus extremidades como un títere sin hilos. Pero ahora, en un heroico gesto, logró rectificar su postura con un último esfuerzo y se puso todo lo recto que pudo, con los brazos y las piernas extendidos y los puños apretados. Porque, ahora, Ícaro no caía; ahora, Ícaro volaba hacia abajo como la piedra de una catapulta en su postrera trayectoria.

~

Pero con lo que Ícaro no contaba a estas alturas era con el concurso de su padre. A sólo unas decenas de metros de distancia, Dédalo, con sus intactas alas, realizó un último y esperanzador movimiento dirigiéndose al encuentro de su hijo, y justo cuando sus trayectorias iban a cruzarse, extendió los brazos para tratar de salvarle de lo que también él pensaba era una muerte casi segura.

Y desde luego no se equivocaba —o sólo a medias—, porque la muerte era segura, pero no precisamente la de Ícaro. Dédalo, que no había experimentado demasiado con sus alas, no había desarrollado la suficiente habilidad como para ejecutar con la destreza necesaria el último de sus movimientos, por lo que en vez de cazar al vuelo a su hijo, no pudo más que sufrir un violento encontronazo con él.

El golpe entre los puños del uno y la cabeza del otro pudo oírse en hasta en la Creta de la que se habían escapado. Y sólo unos segundos después, ambos se hundían en el mar, con la diferencia de que mientras que Dédalo, inconsciente, se ahogaba sin remedio, Ícaro, cuya caída había sido frenada por el cuerpo de su padre, agitaba concentrado los brazos en dirección a la superficie.

Nada más sacar la cabeza del agua y deshacerse del aturdimiento inicial, Ícaro se percató de todo lo que había sucedido en los últimos instantes. Por eso también se dio cuenta de que no había tiempo que perder. Se hundió nuevamente en el mar y buscó a tientas a su padre, y entonces, tras apenas unos segundos, le encontró y tiró de él hacia la superficie. Pero las intactas y empapadas alas de Dédalo resultaban tan pesadas, que apenas podía mantenerle a flote. Sólo cuando logró desembarazarle del mecanismo que las mantenía unidas a su espalda, pudo sacarle la cabeza fuera del agua.

El único pensamiento que ahora tenía Ícaro era si su padre aún seguiría con vida, y de así serlo, cómo podría salvársela estando como estaban ambos en mar abierto y a la deriva. Se tomó unos segundos para mirar a uno y otro lado, y luego a otro, y a otro más… Hasta que, al fin, ¡allí estaba!: un pedazo de tierra en el horizonte. Los mismos dioses que antes le fruncían el ceño, ahora parecía que le sonreían. Nadó y nadó, nadó trabajosamente con el fardo de su padre bajo el brazo, y al final logró llegar hasta la playa de aquella tierra desconocida.

Le arrastró unos metros y le tumbó sólo un poco más allá del lugar en el que la arena era bañada por las olas. Le dio la vuelta y trató de reanimarle como pudo, pero los ingenuos golpes que le daba en el pecho sólo conseguían que le manara aún más la sangre de la herida que tenía abierta en la cabeza. Cuando finalmente fue consciente de la inutilidad de sus esfuerzos, se detuvo, y entonces ya no pudo más que constatar lo evidente: Dédalo, el gran artesano, había muerto.

Se sentó jadeante y agotado junto al cuerpo de su padre y perdió la mirada en el horizonte del mar, aturdido y sin saber qué hacer durante algunos momentos. Luego cogió un puñado de arena y la dejó escapar entre los dedos de sus doloridas manos.

—Dedalia —susurró— Así se llamará esta tierra desde ahora.

En honor a su padre. En honor a un padre que había muerto por… Se vio Ícaro entonces preguntándose por la causa de la muerte de su padre. ¿Por ahogamiento? ¿Por el impacto contra el mar? ¿Por el golpe recibido en la cabeza? ¿Por la imprudencia y la estupidez del propio Ícaro? ¿Por qué había muerto su padre?

Ícaro se arrojó la cara contra las manos y las manchó de lágrimas de frustración, de rabia y de tristeza. Lo cierto es que no comprendía por qué había muerto su padre, pero sabía lo que la gente diría de su muerte en el futuro: que fue castigado por los dioses. Y Ícaro con él.

Durante un momento, una gran contracción le recorrió la mandíbula, y luego, poco a poco, y sólo entonces, todos los músculos de su cuerpo comenzaron a relajarse de la tensión acumulada por todo lo que había sucedido desde que escapara de Creta.

Regresó la mirada al horizonte y le resultó curiosa la forma en que mar y cielo parecían copiarse el uno al otro. Miró en derredor y pudo vislumbrar la pequeña colina que se alzaba a sus espaldas. Escuchó el susurro de las olas arribando a la playa y pudo sentir la ligera brisa del mar en sus cabellos mojados. Finalmente descendió la mirada a la arena y a los surcos que había dejado al arrastrar el cuerpo de Dédalo hasta el lugar en el que, ahora, ambos se encontraban arrojados, justo en el lugar en el que la sombra del hijo se confundía con la de su padre.

Entonces Ícaro volvió nuevamente la mirada al cielo, cerró los ojos y, respirando con profundidad, esbozó una pacífica sonrisa.

~

Cuando Dédalo y él partieron del laberinto de Creta, Ícaro se había elevado vacilante y temeroso. Aquello de volar le parecía una completa locura. Si el ser humano tuviera que volar, los dioses le habrían pegado unas alas en el lomo como al Pegaso. ¿Qué coño se la había perdido a él en un medio tan antinatural como el cielo? Su padre decía que la libertad, pero a él se le antojaba que en el cielo no encontraría más que una muerte segura. Sea como fuere, y por capullo que le pareciera su padre, Ícaro también había de reconocerle que la mayoría de los artilugios que había fabricado, habían funcionado correctamente, así que al final, y a pesar de su renuencia inicial, acabó aceptado sus planes de huida sin oponer demasiada resistencia.

¡Y, ay, amigo!, en cuanto Ícaro sintió cómo sus pies se despegaban tan extraña y milagrosamente del suelo, cambió de actitud al instante. Rebuscó en su mente algo con lo que comparar la sensación que estaba teniendo, pero no encontró absolutamente nada; antes al contrario: se dio cuenta de que la sensación de volar era justo el punto de comparación de cualquier otra experiencia sumamente placentera que se tuviera.

Al principio sintió pesado el acto de agitar las alas en el aire, pero no como cuando nadaba, pensó, que siempre le resultaba pesado debido a la resistencia que ofrecía el agua. Ahora, aunque podía notar al aire ceder con facilidad bajo el empuje de sus alas, lo que también sentía era que las propias alas le resultaban extrañas, y por tanto, difíciles de manejar con la precisión necesaria. Aun así, y como viera que sus movimientos, aunque todavía torpes, tenían su eficacia, continuó agitando sin desanimo las alas en busca de un cierto equilibrio. ¡Y menuda sensación cuando lo consiguió! Porque fue entonces cuando realmente pudo comprender lo que estaba haciendo: volar.

Cuando pasados unos segundos, regresó de su maravilla inicial, miró en derredor en busca del lugar en el que se encontraba su padre y le encontró un poco más arriba en el cielo. Se dirigió entonces hacia él, y mientras lo hacía, pudo darse cuenta de que durante todo este tiempo, le había estado observando, fijándose en la forma en que se desenvolvía en el nuevo medio. Al llegar a su lado, Dédalo le miró con una austera satisfacción paternal y simplemente le dijo:

—Vamos.

Luego se giró y partió hacia el noreste. Ícaro le siguió, y a la espalda de su padre, se pudo entonces percatar de que su vuelo, aunque decidido y seguro de sí, resultaba tan inexperto como el suyo, lo que significaba que también para Dédalo aquella parecía ser una primera experiencia de vuelo. La única diferencia entre ambos era que mientras que Ícaro la estaba viviendo con un placer excitante, su padre parecía que lo estaba haciendo con una desapasionada indiferencia.

Por eso, aunque Ícaro, obediente, se puso a seguir el rumbo de su padre, al mismo tiempo, no pudo dejar de tratar de ensanchar sus recién descubiertas habilidades en el aire. Y mientras lo hacía, concentrado como estaba, su cara se deformaba contra el vacío, abriendo y cerrando la boca en extrañas muecas y sacando la lengua para retorcerla contra los dientes. Fue todo un aprendizaje en el que, a cada movimiento que experimentaba, su cuerpo reaccionaba de una manera diferente, apretando los puños, tensando las más insospechadas partes de su anatomía o, sencillamente, acompañando el movimiento de sus alas con el de sus brazos como si fueran éstos los que dirigieran el vuelo mediante los hilos de una marioneta.

Fue ése su primerizo vuelo todo un aprendizaje, sí, pero lo que sobre todo aprendió fue a sentir como suyo propio aquel nuevo apéndice a sus espaldas, hasta el punto de que Ícaro, inmerso por completo en la tarea de volar y alimentado por su disfrute, acabó olvidándose de todo: de la vulgar meta inicial de seguir el rumbo de su padre, del tiempo transcurrido desde hacía no sabía cuándo y, también, de quién era él mismo dentro del insulso mundo de la carne y del hueso. Porque, en ese momento, Ícaro había desaparecido en el aire, justo en el instante en el que se había encontrado a sí mismo.

Con la certeza de que nada malo podía sucederle, se encontró en armonía con el cielo, atisbando de reojo las ondulaciones de mar y tierra bajo sus pies y sintiendo cómo su rostro era acariciado por un viento que le hablaba en un lenguaje secreto. No fue hasta algunos minutos después cuando comenzó a sentir una inquietante escocedura de calor en su piel.

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SILOGISMO REDIVIVO


Nos dio un pasmo cuando le vimos levantarse de su tumba. Después nos extendió la mano diciéndonos: «Hola, me llamo Sócrates y soy mortal.»

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«EL AMOR ES UN JUEGO SOLITARIO»


Me estaba haciendo una paja cuando sonó el teléfono móvil. Mierda, pensé, ¡pero si son las nueve de la mañana! Me sorprendió tirado sobre la cama, recién despertado, con los ojos cerrados, la boca entreabierta y la polla en la mano. Ya se sabe: hay que aprovechar las erecciones matutinas. Aunque, al parecer, no iba a poder hacerlo esta mañana. ¿Quién podía molestar a estas horas? Pensé dejar que sonara, ¿pero y si era algo importante? Por si acaso, al final cogí el móvil, y, como no tenía las gafas puestas, lo descolgué sin mirar en el display de quién era la llamada.

—¿Diga? —dije con la voz un poco ronca.

—¿Qué talll…?

Era Rocío. ¡Qué casualidad!, pensé con ironía. En ese momento no sabía si alegrarme o mandarla a tomar por culo por joderme la paja cuando aún tenía la imagen de su cuerpo desnudo en mi cabeza.

—¿Qué tal? —contesté yo tratando de aparentar la normalidad de la vigilia.

—¿Qué haces? ¿Te he despertado?

—No, que va. Si ya me estaba tomando el café con un libro entre las manos… —apunté con un cinismo imperceptible.

En realidad no quería nada. Se casaba el próximo otoño, y como llevaba varios días nerviosa a causa de los preparativos de la boda, no había dormido mucho durante la noche y ahora tenía ganas de hablar. Por eso llamaba.

Naturalmente, a mí siempre me gustó Rocío, aunque tuviera novio desde que la conociera, y en la actualidad no había casi nada en el mundo que me gustara más que hablar con ella. De hecho, lo hacíamos a diario. Pero, coño, teniendo en cuenta que hasta hace un instante me estaba pajeando pensando precisamente en Rocío, no creí que aquel fuera el momento más adecuado para hablar con ella de algo tan prosaico como «nada», por mucho que necesitara desahogarse conmigo como así parecía ser el caso. Por eso pensé pedirle que si podíamos hablar un poco más tarde poniéndole cualquier excusa. Y, en realidad, así iba a hacerlo, pero entonces, a mi demonio interior se le ocurrió algo mucho mejor, algo a lo que, en toda mi debilidad, no pude resistirme. Total, que conecté el manos libres, volví a meterme la polla en la mano y dejé que hablara. ¿No tenía ganas de hablar? Bien, pues que hablara todo lo que quisiera. Hasta su llamada, la paja estaba siendo buena, pero ahora iba a serlo mucho mejor.

Cerré los ojos y empecé a masajearme suavemente el frenillo para mantener la erección mientras escuchaba sus dudas acerca del traje de novia que debía encargar para dentro de cinco meses: ella me describía la retahíla de diseños que se había estado probado durante los últimos días y yo me la imaginaba en ropa interior entre una y otra prueba. Como sobre todo hablaba ella, yo sólo tenía que parecer que seguía el hilo de la conversación con un «ya, ya», «ajá» o «ese parece más bonito que el otro». Además, como yo soy poco hablador y ella es todo lo contrario, la conversación tampoco se alejaba demasiado de cualquiera de las que manteníamos tan a menudo.

La cualidad de su voz siempre me había puesto anormalmente cachondo, sobre todo cuando se ponía vulnerable hablando de ciertas intimidades suyas como la de ahora. Por eso rápidamente me puse a deslizar mi polla con agilidad y destreza húmedas entre mis dedos. Cuanto más hablaba ella con su voz tontorrona, más frenético me ponía yo con mi polla enrojecida. La paja iba de bien en mejor, estirando los dedos de los pies y teniendo que llegar a ahogar algunos gemidos en el fondo de mi garganta para no delatarme. A este ritmo me iba a correr mucho antes de lo que esperaba. ¡Dios, menuda paja buena me estoy haciendo!, llegué a pensar.

Pero entonces me detuve.

¿«Buena»? Me dio un bajón que te cagas. Ella contándome cómo iría vestida en el que tendría que ser uno de los días más felices de su vida, y yo pajeándome como si fuera su novio. Aquello no tenía el más mínimo sentido, o si lo tenía, era uno completamente rastrero. Se me cayó la polla de entre los dedos como un edificio de esos que demuelen tan perfectamente con dinamita.

—¿Hola…? ¿Estás ahí? —dijo ella entonces.

Por lo visto se había hecho un silencio algo sospechoso entre los dos, porque ahora yo debería haber dicho algo ante un comentario suyo de no sé qué de un traje ideal y de lo que no me estaba enterando demasiado. Claro, que como para enterarse, pensé entonces, habiéndome ya inundado la vergüenza como el aire penetra en los pulmones.

—¿Qué? Sí, sí. Es que aún no me ha hecho todo su efecto el café y todavía no estoy completamente despierto —contesté yo, y luego desconecté el manos libres, me levanté de la cama y me puse los calzoncillos y las gafas en el intento de regresar así a una realidad inmaculada.

—No, como parece que hablo sola…

—No tonta, si te estoy escuchando. El traje ideal, que no existe, ¿no?

—Pues eso. Que me gustan diferentes partes de diferentes trajes. Y a mí lo que me gustaría es poder coger todas esas partes y juntarlas para formar el traje que a mí me gustaría. Vamos, el traje ideal.

—Cualquiera diría que ahora te hace muchísima ilusión casarte —continué yo, como si la conversación hubiese sido completamente normal desde el principio.

—Toma, como que me hace mucha ilusión. ¿De dónde te has sacado que no?

—No, como decías que os casabais un poco por la familia y eso…

—Joder, tío, que no es eso. Claro que me hace ilusión casarme, muchísima. Por muchas razones. Vamos, las de toda la vida. Lo que pasa es que también hay cosas de todo esto que me revientan. Porque cuando te casas… No sé, a lo mejor es una tontería, pero cuando te casas, parece que tengas que madurar de golpe o algo así, y entonces, muchas cosas que podías hacer antes, ahora tienes que dejar de hacerlas porque es como si te volvieras viejo de repente.

—Sí, bueno. Pero no lo veas como si envejecieras. Piensa que maduras. Cierto que dejas atrás algunas cosas, pero también aparecen otras que antes no tenías.

—Ya. Pero es que yo aún no me siento preparada para esa madurez. Yo aún quiero seguir siendo un poco niña, ¿entiendes? —dijo riéndose puerilmente—. Ya habrá tiempo de madurar más adelante. Y además, que luego la gente te da la enhorabuena de una forma, que parece que les haga más ilusión a ellos que a nosotros. Joder, ni que se casaran ellos. ¿Qué más les dará? Y eso también me revienta, porque lo acentúa todo mucho más, como si todo el mundo estuviera esperando a que nos hiciéramos mayores o algo así.

—Bueno, mujer, a la gente le hace ilusión que os caséis porque se alegra por vosotros. Y porque vuestra boda se esperaba desde hace mucho tiempo. Vosotros mismos siempre habéis dicho que os acabaríais casando. No en ese momento, pero sí algún día, ¿no?

—Ya, ya lo sé. Pero mejor tarde que pronto. Y bueno, si hemos decidido casarnos ahora y no esperar más, ha sido también un poco por la familia, que aún la tenemos más o menos entera. No sea que si esperamos un poco más, falte más gente.

—Claro. Si es que en el tiempo que lleváis de novios, ya os habría dado tiempo a casaros y a divorciaros tres o cuatro veces.

—¡Calla, calla! No seas agorero —dijo ella en tono de risa—. También por eso hemos tardado tanto en decidirnos. Porque es una decisión muy importante. Y más si es por la iglesia. Hay que meditarlo mucho.

—¿Quieres decir que tienes dudas sobre si casarte o no con Oscar? —pregunté yo cómicamente sorprendido.

—Nooo, no es eso. A ver, estoy segura de que de casarme con alguien, Oscar es la persona con la que me tengo que casar. ¿Pero y si luego no sale tan bien como se supone que tiene que salir? Si yo me caso, me quiero casar para toda la vida, y no andar luego divorciándome por ahí.

—Y te casarás para toda la vida, mujer —le repliqué yo a sus dudas—. No te comas tanto la cabeza. Si habéis llegado hasta aquí, ya nada puede salir mal, ¿no?

—Pues eso espero. Por eso estoy tardando tanto en elegir el traje de novia. Para empezar con buen pie.

—Bueno, pero entonces, ¿cuales son los trajes que tienen más posibilidades?

—Pues mira, no lo sé. Ahora mismo tengo un cacao en la cabeza que no lo sabes tú bien. Pero bueno, de todas formas, cuando decida el traje, no te creas que te lo voy a decir, ¿eh? Que tiene que ser una sorpresa.

—Pero si ya me has dicho cuales son los modelos que te gustan.

—Sí, pero el definitivo no te lo voy a decir. El traje tiene que ser una sorpresa pa-ra-to-dos. De hecho, ya sabes demasiado.

—Bueno, vale. Pero te tienes que poner las ligas que te compre.

—¡Pero tío, cómo me vas a comprar unas ligas! Pues ya lo que me faltaba.

—Que sí, que sí. Que te las compro —dije yo entre risas.

—Anda, tonto —dijo ella también entre risas—. Déjate de tonterías…

Poco después colgamos entre nuestras bromas habituales. Luego me quedé un rato pensando en el pasado, revisando las fotografías de mi memoria con una sonrisa conformista en los labios: qué ingenuo había sido yo en aquel entonces, cuando conocí a Rocío y pensé que tenía alguna posibilidad con ella. ¿Te imaginas haber sido tú el que se casaba ahora con ella?, me descubrí diciéndome a mí mismo. Pero no, claro que no. Eso no es lo que estaba pasando en realidad. Y volví a pensar que qué ingenuo mientras se me escapaba una sonrisa de payaso jubilado.

Cuando regresé de mi presente imaginario, me di cuenta de que aún seguía estando cachondo. Y mucho. Me abrí los calzoncillos, miré dentro y vi que de la polla me salía un reguero de líquido seminal que me manchaba los calzoncillos. Me cogí la polla, y, en cuanto me la toqué, se me endureció como nunca.

¿Qué podía hacer entonces sino quitarme los calzoncillos y las gafas, tirarme sobre la cama, volver a cogerme la polla, cerrar los ojos y tratar de volver a recordar algunas de las experiencias recientes que hubiera tenido con Rocío, tal y como había hecho justo antes de su llamada, utilizándolas como puerto de un exótico crucero?

Volví a escuchar en mi cabeza el tono de su voz, sus giros, su risa, que tan poco antes me habían excitado tanto. Visualicé su escote del otro día que dejaba adivinar la breve forma de su pecho. El tacto de mis dedos pareció volverse a estimular como cuando la suelo cercar por la cadera con mi amistoso brazo durante un enorme segundo. Olfateé el aire en el frustrado intento de rescatar el olor de su pelo mezclado con ese perfume que tanto me enloquece. Y con vértigo de equilibrista, traté de imaginar el húmedo sabor de unos labios que nunca probaría.

Entonces ella me cogió la cara y me dijo entre jadeos:

—Cómeme el coño.

La volví a besar en medio de una saliva prometedora, dejándola después con un gemido de ansiedad en la boca. Y luego, agarrándola por los tobillos y separándola las piernas, le toqueteé su viscoso coño rosado comprobando así lo mucho que la cabrona estaba excitada. Así que hundí la nariz en él, frotándome con su vello, y me puse a comérselo como tantas otras veces.

Poco después se corrió vibrando como las ramas de un árbol estremecido por el viento. O al menos eso pensé, porque, cuando lo hacía, nunca podía dejar de acompañar sus gemidos, como así hizo ahora, con un preciso gesto de la mano, sacudiéndola como si acabase de soltar una sartén con la que se hubiese quemado inesperadamente al cogerla.

Luego levanté la cara y la besé en el vientre mientras a ella se le iban extinguiendo poco a poco los últimos espasmos. Cuando finalmente acabó, ella relajó su cuerpo y yo le acaricié las caderas, y luego, bromeando, la pellizqué en el michelín del que solía quejarse tan a menudo.

—¡Ayyy…! No me cojas el michelín, que sabes que me molesta —dijo ella entonces, un poco molesta pero riéndose al fin y al cabo.

—Ja, ja, ja… No seas ingenua. Eso no es coger el michelín.

Entonces le agarré con las dos manos todo el michelín que pude, que tampoco era mucho, y lo sacudí mientras le decía:

—¡Esto es coger el michelín!

Ella explotó en una carcajada de cosquillas y se revolvió para que la soltara. Al final lo consiguió, pero luego forcejeamos un poco más y yo acabé volviéndole a ganar la posición colocándome encima de ella. Y luego la besé, la besé y la besé, en la boca, en sus humildes pezones y en el vientre.

—¿Antes te has corrido? —le pregunté yo entonces acariciándole el coño con la mano.

—¿Tú qué crees? —me contestó ella con una ensoñadora sonrisa mientras me rodeaba el cuello con los brazos.

Nos volvimos a besar, y entonces me di cuenta de ello.

—¿Sabes? —le dije—. A veces me cuesta creerlo.

—El qué —dijo ella.

—Esto —dije, extendiendo las manos como si sostuviera un planeta entre las palmas—. Tú, yo: todo. Y fíjate si me cuesta creerlo, que a veces tengo una pesadilla en que yo soy un cualquiera y cualquier otro es tu novio.

—Qué cosa tan bonita —dijo ella sonriendo, y luego me hizo hacia sí con los brazos—. Y qué tontería tan grande.

—Lo sé —dije yo entre risas.

—Anda, tonto —dijo ella también entre risas—. Déjate de tonterías y fóllame de una vez.

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