EL VUELO DE ÍCARO


—¡Pero adónde vas, animal! —le grito Dédalo a su hijo, que, en ese momento, aún no sin cierta torpeza, rasgaba el cielo con el batir sus alas majestuosas.

Cuando ambos partieron del laberinto de Creta, Ícaro se había elevado vacilante y temeroso, pero en cuanto sintió cómo sus pies se despegaban del suelo, cambió de actitud al instante. ¡Porque menuda sensación! Sobre todo cuando después de haberse ejercitado durante un rato en el aire, adquirió la destreza y confianza necesarias como para sostenerse con gracilidad en el centro del cielo. Habiéndose pasado tanto tiempo matando los días, las horas, los minutos y los segundos explorando un laberinto que guardaba el secreto de su salida en lo más profundo de su exterior, aquella sensación de libertad le regocijaba tanto, que casi podía adivinar la figura del mismo Zeus sobre la curva del horizonte.

Aquello de volar no se parecía a ninguna otra cosa que hubiera experimentado antes, ni él, ni la mayoría de los humildes mortales. Como para acordarse entonces de la advertencia que justo antes de partir le había hecho su padre: «A ver, Ícaro. Dos cositas: primero, no vueles demasiado alto, porque si no, el calor del sol derretirá la cera de tus alas, ¿vale?; y segundo, tampoco vueles demasiado bajo, porque entonces la humedad del mar podría empapar las plumas y hacer tus alas tan pesadas que podrías caer al mar y ahogarte. Así que, hala, sígueme de cerca y no marques tu propio rumbo.»

—¡Vuelve aquí! ¡Vuelve…! —seguía insistiendo Dédalo desde mucho más abajo.

Y de hecho debería haber vuelto entonces, si se hubiera acordado de hacerlo o si los gritos de su padre hubieran podido llegar hasta donde él se encontraba. Porque justo a continuación, Ícaro empezó a sentir la escocedura del sol en su piel; y lo que fue peor, también sintió que había algo en sus alas no marchaba como debía: lejos de la destreza con la que las había estado manejando hasta entonces, ahora parecía que no estuviera más que agitando un enorme hato de palos en el aire.

—¡La cagamos, Ícaro! —se dijo entonces a sí mismo, justo cuando comenzó a ver algunas plumas de sus alas revoloteando en el aire, libres de la presa de cera que las había mantenido unidas a sus espaldas.

Quiso entonces girar hacia abajo y tratar de bajar en un semipicado hasta el lugar en el que se encontraba su padre. Pero no, ahora ya era demasiado tarde. Sus movimientos en el aire se tornaron erráticos e infructuosos, y finalmente, perdido totalmente el equilibrio, cayó en picado y sin control mientras aleteaba inútilmente y sembraba de plumas la espiral de aire a través de la que se precipitaba.

—¡Padre, padre…! —gritó entonces desesperado, requiriendo una ayuda que hasta él mismo sabía bastante improbable— ¡Me caigo!

Así estaba siendo la caída de Ícaro. A falta de una intervención divina, apenas unos segundos le separaban ahora de una muerte inminente. Lo único que cabía entonces dilucidar era la forma en que moriría: fruto del impacto contra el mar, o sencillamente ahogado.

~

Hay que joderse. Si hubiera sido sólo un poco más prudente, no habría volado tan cerca del sol y ahora podría estar siguiendo su rumbo inicial hacia tierras más tranquilas junto a su padre. Claro que también si su padre hubiera sido un poco más diestro (¿no decían que era tan buen artesano?), no habría sido tan chapucero con las alas que había fabricado y seguro que entones no se habrían deshecho al más leve rayito de sol que recibieran. Y además, si Dédalo no tuviera que estar todo el santo día inventando cualquier cosa para no aburrirse, no se habría puesto a fabricar un artilugio volador para escapar del puñetero laberinto de Creta, un laberinto que, para colmo, él mismo había diseñado para el tío ése, Minos, rey de aquellas dichosas tierras…

¡Pero un momento! ¿Y por qué había acabado él encarcelado en famoso laberinto de Creta? Por su culpa no, desde luego. Lo único que Ícaro sabía era que un mañana temprano su padre le despertó y le dijo: «¡Arriba Ícaro! Nos mudamos a Creta. He conseguido el trabajo del siglo.» ¿Qué le iba a decir si no en aquel momento, la verdad de la que más tarde se enteraría? «¡Arriba Ícaro! No mudamos a Creta. Acabo de matar a tu primo Talos porque me moría de celos al ver que era mejor artesano que yo.» Padre no hay más que uno, por supuesto, ¡pero es que menudo elemento estaba hecho el suyo!

Total, que a Creta que se fueron por culpa de Dédalo, teniendo Ícaro que dejar en su tierra natal a sus amigos de toda la vida, y también a una novieta que se había echado en los últimos días y de cuyas tetitas estaba completamente enamorado. Ahora que Ícaro caía descontrolado en el aire, ella era lo único de lo que podía acordarse, sobre todo de la última vez que se vieron, cuando no pudieron contenerse más ninguno de los dos y echaron uno rápido y bastante guarro entre las calles de la ciudad. Mmmmm… Ahora que lo recordaba —y al contrario de lo que había pensado antes—, aquella sensación sí que se había parecido a la de volar.

Se preguntó entonces si una sensación parecida a la de volar era lo que había buscado la zorrona de Pasifae cuando —ayudada, ¡cómo no!, por Dédalo— quiso que aquel toro blanco la enganchase bien enganchada por detrás y cuyo fruto fue un Minotauro con el que, entonces, Minos, su pinticornudo marido, no supo qué mierdas hacer. «¡Su puta madre! A menuda tierra de anormales me han tenido que arrojar. Y mira como voy a acabar yo ahora que nada tengo que ver con ellos.»

Fue precisamente a consecuencia del episodio del Minotauro por lo que Minos quiso construir el laberinto. Y así mataba varios pájaros de un tiro: primero, tener un lugar en el que encerrar a la bestia y desentenderse del deshonroso fruto de su mujer; segundo, darle trabajo a Dédalo y presumir de arquitecto ante todo el universo helénico; y tercero —atención al tercero—, resarcirse del pueblo de Atenas pidiéndole cada nueve años el sacrificio ante el Minotauro de siete muchachos y siete doncellas, todo ello a consecuencia de no sabía Ícaro muy bien qué puñetera afrenta hecha contra Minos por los atenienses. Si es que… ¿Pero qué clase de políticos son estos que arreglan sus conflictos internacionales con sacrificios humanos?

Pero claro, Dédalo era Dédalo, ¡el gran artesano! —y también el gran conspirador, habría que decir— y después de todo lo que ya había provocado, aún no estaba lo suficientemente a gusto, no, no señor, por lo que tuvo que rizar el rizo: le tuvo que contar a Ariadna el truco para salir del laberinto, y ella, completamente empollada de Teseo, se lo contó a éste para que pudiera escapar tras matar al Minotauro.

Y «¡Hasta aquí hemos llegado!» Eso fue exactamente lo que Minos debió pensar en ese momento. Porque fue entonces cuando encerró a Dédalo en el laberinto para que dejara las manitas quietas durante un tiempo. Y a Ícaro con él, al pobre Ícaro, cuya única culpa siempre había sido la de que por sus venas corría la misma sangre que la del cenutrio de su padre. Así se hacían las cosas aquí: ojos por ojo, dientes por diente y la familia entera por uno de sus miembros.

En fin, ahora todo eso ya daba igual. No valía la pena continuar haciéndose mala sangre y morir encabronado. Si iba a morir, quería hacerlo a lo grande, con la satisfacción de haber estado a punto de tocar el techo de cielo. Y eso equivalía a morir con la cabeza bien alta, aunque, por la trayectoria que llevaba en el aire —pensó también— fuera literalmente a morir con la cabeza bien hacia abajo.

—¡Ja, ja, ja…! —se le escapó entonces de mala manera ante aquella penúltima observación suya.

A menudo Ícaro había meditado sobre cuál sería su actitud a la hora de morir, y lo que ahora experimentaba le reconfortaba. Porque qué absurdo le parecía todo ahora. Le parecía todo tan absurdo que sólo le cabía la risa: la vida, la muerte, los dioses… Sí, eso, sobre todo de los dioses… Qué grandes cómicos eran los dioses. Parecían los actores de un gran teatro en el que van sacando al público al escenario para hacerles toda clase de perrerías, y el resto del publico se descojona del espectáculo, ignorando que todos ellos serán los siguientes de cualquier momento a otro.

Despreciable, ¿verdad? Pero también de un cómico a más no poder.

Hasta entonces, Ícaro no había hecho más que caer en barrena agitando sus extremidades como un títere sin hilos. Pero ahora, en un heroico gesto, logró rectificar su postura con un último esfuerzo y se puso todo lo recto que pudo, con los brazos y las piernas extendidos y los puños apretados. Porque, ahora, Ícaro no caía; ahora, Ícaro volaba hacia abajo como la piedra de una catapulta en su postrera trayectoria.

~

Pero con lo que Ícaro no contaba a estas alturas era con el concurso de su padre. A sólo unas decenas de metros de distancia, Dédalo, con sus intactas alas, realizó un último y esperanzador movimiento dirigiéndose al encuentro de su hijo, y justo cuando sus trayectorias iban a cruzarse, extendió los brazos para tratar de salvarle de lo que también él pensaba era una muerte casi segura.

Y desde luego no se equivocaba —o sólo a medias—, porque la muerte era segura, pero no precisamente la de Ícaro. Dédalo, que no había experimentado demasiado con sus alas, no había desarrollado la suficiente habilidad como para ejecutar con la destreza necesaria el último de sus movimientos, por lo que en vez de cazar al vuelo a su hijo, no pudo más que sufrir un violento encontronazo con él.

El golpe entre los puños del uno y la cabeza del otro pudo oírse en hasta en la Creta de la que se habían escapado. Y sólo unos segundos después, ambos se hundían en el mar, con la diferencia de que mientras que Dédalo, inconsciente, se ahogaba sin remedio, Ícaro, cuya caída había sido frenada por el cuerpo de su padre, agitaba concentrado los brazos en dirección a la superficie.

Nada más sacar la cabeza del agua y deshacerse del aturdimiento inicial, Ícaro se percató de todo lo que había sucedido en los últimos instantes. Por eso también se dio cuenta de que no había tiempo que perder. Se hundió nuevamente en el mar y buscó a tientas a su padre, y entonces, tras apenas unos segundos, le encontró y tiró de él hacia la superficie. Pero las intactas y empapadas alas de Dédalo resultaban tan pesadas, que apenas podía mantenerle a flote. Sólo cuando logró desembarazarle del mecanismo que las mantenía unidas a su espalda, pudo sacarle la cabeza fuera del agua.

El único pensamiento que ahora tenía Ícaro era si su padre aún seguiría con vida, y de así serlo, cómo podría salvársela estando como estaban ambos en mar abierto y a la deriva. Se tomó unos segundos para mirar a uno y otro lado, y luego a otro, y a otro más… Hasta que, al fin, ¡allí estaba!: un pedazo de tierra en el horizonte. Los mismos dioses que antes le fruncían el ceño, ahora parecía que le sonreían. Nadó y nadó, nadó trabajosamente con el fardo de su padre bajo el brazo, y al final logró llegar hasta la playa de aquella tierra desconocida.

Le arrastró unos metros y le tumbó sólo un poco más allá del lugar en el que la arena era bañada por las olas. Le dio la vuelta y trató de reanimarle como pudo, pero los ingenuos golpes que le daba en el pecho sólo conseguían que le manara aún más la sangre de la herida que tenía abierta en la cabeza. Cuando finalmente fue consciente de la inutilidad de sus esfuerzos, se detuvo, y entonces ya no pudo más que constatar lo evidente: Dédalo, el gran artesano, había muerto.

Se sentó jadeante y agotado junto al cuerpo de su padre y perdió la mirada en el horizonte del mar, aturdido y sin saber qué hacer durante algunos momentos. Luego cogió un puñado de arena y la dejó escapar entre los dedos de sus doloridas manos.

—Dedalia —susurró— Así se llamará esta tierra desde ahora.

En honor a su padre. En honor a un padre que había muerto por… Se vio Ícaro entonces preguntándose por la causa de la muerte de su padre. ¿Por ahogamiento? ¿Por el impacto contra el mar? ¿Por el golpe recibido en la cabeza? ¿Por la imprudencia y la estupidez del propio Ícaro? ¿Por qué había muerto su padre?

Ícaro se arrojó la cara contra las manos y las manchó de lágrimas de frustración, de rabia y de tristeza. Lo cierto es que no comprendía por qué había muerto su padre, pero sabía lo que la gente diría de su muerte en el futuro: que fue castigado por los dioses. Y Ícaro con él.

Durante un momento, una gran contracción le recorrió la mandíbula, y luego, poco a poco, y sólo entonces, todos los músculos de su cuerpo comenzaron a relajarse de la tensión acumulada por todo lo que había sucedido desde que escapara de Creta.

Regresó la mirada al horizonte y le resultó curiosa la forma en que mar y cielo parecían copiarse el uno al otro. Miró en derredor y pudo vislumbrar la pequeña colina que se alzaba a sus espaldas. Escuchó el susurro de las olas arribando a la playa y pudo sentir la ligera brisa del mar en sus cabellos mojados. Finalmente descendió la mirada a la arena y a los surcos que había dejado al arrastrar el cuerpo de Dédalo hasta el lugar en el que, ahora, ambos se encontraban arrojados, justo en el lugar en el que la sombra del hijo se confundía con la de su padre.

Entonces Ícaro volvió nuevamente la mirada al cielo, cerró los ojos y, respirando con profundidad, esbozó una pacífica sonrisa.

~

Cuando Dédalo y él partieron del laberinto de Creta, Ícaro se había elevado vacilante y temeroso. Aquello de volar le parecía una completa locura. Si el ser humano tuviera que volar, los dioses le habrían pegado unas alas en el lomo como al Pegaso. ¿Qué coño se la había perdido a él en un medio tan antinatural como el cielo? Su padre decía que la libertad, pero a él se le antojaba que en el cielo no encontraría más que una muerte segura. Sea como fuere, y por capullo que le pareciera su padre, Ícaro también había de reconocerle que la mayoría de los artilugios que había fabricado, habían funcionado correctamente, así que al final, y a pesar de su renuencia inicial, acabó aceptado sus planes de huida sin oponer demasiada resistencia.

¡Y, ay, amigo!, en cuanto Ícaro sintió cómo sus pies se despegaban tan extraña y milagrosamente del suelo, cambió de actitud al instante. Rebuscó en su mente algo con lo que comparar la sensación que estaba teniendo, pero no encontró absolutamente nada; antes al contrario: se dio cuenta de que la sensación de volar era justo el punto de comparación de cualquier otra experiencia sumamente placentera que se tuviera.

Al principio sintió pesado el acto de agitar las alas en el aire, pero no como cuando nadaba, pensó, que siempre le resultaba pesado debido a la resistencia que ofrecía el agua. Ahora, aunque podía notar al aire ceder con facilidad bajo el empuje de sus alas, lo que también sentía era que las propias alas le resultaban extrañas, y por tanto, difíciles de manejar con la precisión necesaria. Aun así, y como viera que sus movimientos, aunque todavía torpes, tenían su eficacia, continuó agitando sin desanimo las alas en busca de un cierto equilibrio. ¡Y menuda sensación cuando lo consiguió! Porque fue entonces cuando realmente pudo comprender lo que estaba haciendo: volar.

Cuando pasados unos segundos, regresó de su maravilla inicial, miró en derredor en busca del lugar en el que se encontraba su padre y le encontró un poco más arriba en el cielo. Se dirigió entonces hacia él, y mientras lo hacía, pudo darse cuenta de que durante todo este tiempo, le había estado observando, fijándose en la forma en que se desenvolvía en el nuevo medio. Al llegar a su lado, Dédalo le miró con una austera satisfacción paternal y simplemente le dijo:

—Vamos.

Luego se giró y partió hacia el noreste. Ícaro le siguió, y a la espalda de su padre, se pudo entonces percatar de que su vuelo, aunque decidido y seguro de sí, resultaba tan inexperto como el suyo, lo que significaba que también para Dédalo aquella parecía ser una primera experiencia de vuelo. La única diferencia entre ambos era que mientras que Ícaro la estaba viviendo con un placer excitante, su padre parecía que lo estaba haciendo con una desapasionada indiferencia.

Por eso, aunque Ícaro, obediente, se puso a seguir el rumbo de su padre, al mismo tiempo, no pudo dejar de tratar de ensanchar sus recién descubiertas habilidades en el aire. Y mientras lo hacía, concentrado como estaba, su cara se deformaba contra el vacío, abriendo y cerrando la boca en extrañas muecas y sacando la lengua para retorcerla contra los dientes. Fue todo un aprendizaje en el que, a cada movimiento que experimentaba, su cuerpo reaccionaba de una manera diferente, apretando los puños, tensando las más insospechadas partes de su anatomía o, sencillamente, acompañando el movimiento de sus alas con el de sus brazos como si fueran éstos los que dirigieran el vuelo mediante los hilos de una marioneta.

Fue ése su primerizo vuelo todo un aprendizaje, sí, pero lo que sobre todo aprendió fue a sentir como suyo propio aquel nuevo apéndice a sus espaldas, hasta el punto de que Ícaro, inmerso por completo en la tarea de volar y alimentado por su disfrute, acabó olvidándose de todo: de la vulgar meta inicial de seguir el rumbo de su padre, del tiempo transcurrido desde hacía no sabía cuándo y, también, de quién era él mismo dentro del insulso mundo de la carne y del hueso. Porque, en ese momento, Ícaro había desaparecido en el aire, justo en el instante en el que se había encontrado a sí mismo.

Con la certeza de que nada malo podía sucederle, se encontró en armonía con el cielo, atisbando de reojo las ondulaciones de mar y tierra bajo sus pies y sintiendo cómo su rostro era acariciado por un viento que le hablaba en un lenguaje secreto. No fue hasta algunos minutos después cuando comenzó a sentir una inquietante escocedura de calor en su piel.

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