«EL AMOR ES UN JUEGO SOLITARIO»


Me estaba haciendo una paja cuando sonó el teléfono móvil. Mierda, pensé, ¡pero si son las nueve de la mañana! Me sorprendió tirado sobre la cama, recién despertado, con los ojos cerrados, la boca entreabierta y la polla en la mano. Ya se sabe: hay que aprovechar las erecciones matutinas. Aunque, al parecer, no iba a poder hacerlo esta mañana. ¿Quién podía molestar a estas horas? Pensé dejar que sonara, ¿pero y si era algo importante? Por si acaso, al final cogí el móvil, y, como no tenía las gafas puestas, lo descolgué sin mirar en el display de quién era la llamada.

—¿Diga? —dije con la voz un poco ronca.

—¿Qué talll…?

Era Rocío. ¡Qué casualidad!, pensé con ironía. En ese momento no sabía si alegrarme o mandarla a tomar por culo por joderme la paja cuando aún tenía la imagen de su cuerpo desnudo en mi cabeza.

—¿Qué tal? —contesté yo tratando de aparentar la normalidad de la vigilia.

—¿Qué haces? ¿Te he despertado?

—No, que va. Si ya me estaba tomando el café con un libro entre las manos… —apunté con un cinismo imperceptible.

En realidad no quería nada. Se casaba el próximo otoño, y como llevaba varios días nerviosa a causa de los preparativos de la boda, no había dormido mucho durante la noche y ahora tenía ganas de hablar. Por eso llamaba.

Naturalmente, a mí siempre me gustó Rocío, aunque tuviera novio desde que la conociera, y en la actualidad no había casi nada en el mundo que me gustara más que hablar con ella. De hecho, lo hacíamos a diario. Pero, coño, teniendo en cuenta que hasta hace un instante me estaba pajeando pensando precisamente en Rocío, no creí que aquel fuera el momento más adecuado para hablar con ella de algo tan prosaico como «nada», por mucho que necesitara desahogarse conmigo como así parecía ser el caso. Por eso pensé pedirle que si podíamos hablar un poco más tarde poniéndole cualquier excusa. Y, en realidad, así iba a hacerlo, pero entonces, a mi demonio interior se le ocurrió algo mucho mejor, algo a lo que, en toda mi debilidad, no pude resistirme. Total, que conecté el manos libres, volví a meterme la polla en la mano y dejé que hablara. ¿No tenía ganas de hablar? Bien, pues que hablara todo lo que quisiera. Hasta su llamada, la paja estaba siendo buena, pero ahora iba a serlo mucho mejor.

Cerré los ojos y empecé a masajearme suavemente el frenillo para mantener la erección mientras escuchaba sus dudas acerca del traje de novia que debía encargar para dentro de cinco meses: ella me describía la retahíla de diseños que se había estado probado durante los últimos días y yo me la imaginaba en ropa interior entre una y otra prueba. Como sobre todo hablaba ella, yo sólo tenía que parecer que seguía el hilo de la conversación con un «ya, ya», «ajá» o «ese parece más bonito que el otro». Además, como yo soy poco hablador y ella es todo lo contrario, la conversación tampoco se alejaba demasiado de cualquiera de las que manteníamos tan a menudo.

La cualidad de su voz siempre me había puesto anormalmente cachondo, sobre todo cuando se ponía vulnerable hablando de ciertas intimidades suyas como la de ahora. Por eso rápidamente me puse a deslizar mi polla con agilidad y destreza húmedas entre mis dedos. Cuanto más hablaba ella con su voz tontorrona, más frenético me ponía yo con mi polla enrojecida. La paja iba de bien en mejor, estirando los dedos de los pies y teniendo que llegar a ahogar algunos gemidos en el fondo de mi garganta para no delatarme. A este ritmo me iba a correr mucho antes de lo que esperaba. ¡Dios, menuda paja buena me estoy haciendo!, llegué a pensar.

Pero entonces me detuve.

¿«Buena»? Me dio un bajón que te cagas. Ella contándome cómo iría vestida en el que tendría que ser uno de los días más felices de su vida, y yo pajeándome como si fuera su novio. Aquello no tenía el más mínimo sentido, o si lo tenía, era uno completamente rastrero. Se me cayó la polla de entre los dedos como un edificio de esos que demuelen tan perfectamente con dinamita.

—¿Hola…? ¿Estás ahí? —dijo ella entonces.

Por lo visto se había hecho un silencio algo sospechoso entre los dos, porque ahora yo debería haber dicho algo ante un comentario suyo de no sé qué de un traje ideal y de lo que no me estaba enterando demasiado. Claro, que como para enterarse, pensé entonces, habiéndome ya inundado la vergüenza como el aire penetra en los pulmones.

—¿Qué? Sí, sí. Es que aún no me ha hecho todo su efecto el café y todavía no estoy completamente despierto —contesté yo, y luego desconecté el manos libres, me levanté de la cama y me puse los calzoncillos y las gafas en el intento de regresar así a una realidad inmaculada.

—No, como parece que hablo sola…

—No tonta, si te estoy escuchando. El traje ideal, que no existe, ¿no?

—Pues eso. Que me gustan diferentes partes de diferentes trajes. Y a mí lo que me gustaría es poder coger todas esas partes y juntarlas para formar el traje que a mí me gustaría. Vamos, el traje ideal.

—Cualquiera diría que ahora te hace muchísima ilusión casarte —continué yo, como si la conversación hubiese sido completamente normal desde el principio.

—Toma, como que me hace mucha ilusión. ¿De dónde te has sacado que no?

—No, como decías que os casabais un poco por la familia y eso…

—Joder, tío, que no es eso. Claro que me hace ilusión casarme, muchísima. Por muchas razones. Vamos, las de toda la vida. Lo que pasa es que también hay cosas de todo esto que me revientan. Porque cuando te casas… No sé, a lo mejor es una tontería, pero cuando te casas, parece que tengas que madurar de golpe o algo así, y entonces, muchas cosas que podías hacer antes, ahora tienes que dejar de hacerlas porque es como si te volvieras viejo de repente.

—Sí, bueno. Pero no lo veas como si envejecieras. Piensa que maduras. Cierto que dejas atrás algunas cosas, pero también aparecen otras que antes no tenías.

—Ya. Pero es que yo aún no me siento preparada para esa madurez. Yo aún quiero seguir siendo un poco niña, ¿entiendes? —dijo riéndose puerilmente—. Ya habrá tiempo de madurar más adelante. Y además, que luego la gente te da la enhorabuena de una forma, que parece que les haga más ilusión a ellos que a nosotros. Joder, ni que se casaran ellos. ¿Qué más les dará? Y eso también me revienta, porque lo acentúa todo mucho más, como si todo el mundo estuviera esperando a que nos hiciéramos mayores o algo así.

—Bueno, mujer, a la gente le hace ilusión que os caséis porque se alegra por vosotros. Y porque vuestra boda se esperaba desde hace mucho tiempo. Vosotros mismos siempre habéis dicho que os acabaríais casando. No en ese momento, pero sí algún día, ¿no?

—Ya, ya lo sé. Pero mejor tarde que pronto. Y bueno, si hemos decidido casarnos ahora y no esperar más, ha sido también un poco por la familia, que aún la tenemos más o menos entera. No sea que si esperamos un poco más, falte más gente.

—Claro. Si es que en el tiempo que lleváis de novios, ya os habría dado tiempo a casaros y a divorciaros tres o cuatro veces.

—¡Calla, calla! No seas agorero —dijo ella en tono de risa—. También por eso hemos tardado tanto en decidirnos. Porque es una decisión muy importante. Y más si es por la iglesia. Hay que meditarlo mucho.

—¿Quieres decir que tienes dudas sobre si casarte o no con Oscar? —pregunté yo cómicamente sorprendido.

—Nooo, no es eso. A ver, estoy segura de que de casarme con alguien, Oscar es la persona con la que me tengo que casar. ¿Pero y si luego no sale tan bien como se supone que tiene que salir? Si yo me caso, me quiero casar para toda la vida, y no andar luego divorciándome por ahí.

—Y te casarás para toda la vida, mujer —le repliqué yo a sus dudas—. No te comas tanto la cabeza. Si habéis llegado hasta aquí, ya nada puede salir mal, ¿no?

—Pues eso espero. Por eso estoy tardando tanto en elegir el traje de novia. Para empezar con buen pie.

—Bueno, pero entonces, ¿cuales son los trajes que tienen más posibilidades?

—Pues mira, no lo sé. Ahora mismo tengo un cacao en la cabeza que no lo sabes tú bien. Pero bueno, de todas formas, cuando decida el traje, no te creas que te lo voy a decir, ¿eh? Que tiene que ser una sorpresa.

—Pero si ya me has dicho cuales son los modelos que te gustan.

—Sí, pero el definitivo no te lo voy a decir. El traje tiene que ser una sorpresa pa-ra-to-dos. De hecho, ya sabes demasiado.

—Bueno, vale. Pero te tienes que poner las ligas que te compre.

—¡Pero tío, cómo me vas a comprar unas ligas! Pues ya lo que me faltaba.

—Que sí, que sí. Que te las compro —dije yo entre risas.

—Anda, tonto —dijo ella también entre risas—. Déjate de tonterías…

Poco después colgamos entre nuestras bromas habituales. Luego me quedé un rato pensando en el pasado, revisando las fotografías de mi memoria con una sonrisa conformista en los labios: qué ingenuo había sido yo en aquel entonces, cuando conocí a Rocío y pensé que tenía alguna posibilidad con ella. ¿Te imaginas haber sido tú el que se casaba ahora con ella?, me descubrí diciéndome a mí mismo. Pero no, claro que no. Eso no es lo que estaba pasando en realidad. Y volví a pensar que qué ingenuo mientras se me escapaba una sonrisa de payaso jubilado.

Cuando regresé de mi presente imaginario, me di cuenta de que aún seguía estando cachondo. Y mucho. Me abrí los calzoncillos, miré dentro y vi que de la polla me salía un reguero de líquido seminal que me manchaba los calzoncillos. Me cogí la polla, y, en cuanto me la toqué, se me endureció como nunca.

¿Qué podía hacer entonces sino quitarme los calzoncillos y las gafas, tirarme sobre la cama, volver a cogerme la polla, cerrar los ojos y tratar de volver a recordar algunas de las experiencias recientes que hubiera tenido con Rocío, tal y como había hecho justo antes de su llamada, utilizándolas como puerto de un exótico crucero?

Volví a escuchar en mi cabeza el tono de su voz, sus giros, su risa, que tan poco antes me habían excitado tanto. Visualicé su escote del otro día que dejaba adivinar la breve forma de su pecho. El tacto de mis dedos pareció volverse a estimular como cuando la suelo cercar por la cadera con mi amistoso brazo durante un enorme segundo. Olfateé el aire en el frustrado intento de rescatar el olor de su pelo mezclado con ese perfume que tanto me enloquece. Y con vértigo de equilibrista, traté de imaginar el húmedo sabor de unos labios que nunca probaría.

Entonces ella me cogió la cara y me dijo entre jadeos:

—Cómeme el coño.

La volví a besar en medio de una saliva prometedora, dejándola después con un gemido de ansiedad en la boca. Y luego, agarrándola por los tobillos y separándola las piernas, le toqueteé su viscoso coño rosado comprobando así lo mucho que la cabrona estaba excitada. Así que hundí la nariz en él, frotándome con su vello, y me puse a comérselo como tantas otras veces.

Poco después se corrió vibrando como las ramas de un árbol estremecido por el viento. O al menos eso pensé, porque, cuando lo hacía, nunca podía dejar de acompañar sus gemidos, como así hizo ahora, con un preciso gesto de la mano, sacudiéndola como si acabase de soltar una sartén con la que se hubiese quemado inesperadamente al cogerla.

Luego levanté la cara y la besé en el vientre mientras a ella se le iban extinguiendo poco a poco los últimos espasmos. Cuando finalmente acabó, ella relajó su cuerpo y yo le acaricié las caderas, y luego, bromeando, la pellizqué en el michelín del que solía quejarse tan a menudo.

—¡Ayyy…! No me cojas el michelín, que sabes que me molesta —dijo ella entonces, un poco molesta pero riéndose al fin y al cabo.

—Ja, ja, ja… No seas ingenua. Eso no es coger el michelín.

Entonces le agarré con las dos manos todo el michelín que pude, que tampoco era mucho, y lo sacudí mientras le decía:

—¡Esto es coger el michelín!

Ella explotó en una carcajada de cosquillas y se revolvió para que la soltara. Al final lo consiguió, pero luego forcejeamos un poco más y yo acabé volviéndole a ganar la posición colocándome encima de ella. Y luego la besé, la besé y la besé, en la boca, en sus humildes pezones y en el vientre.

—¿Antes te has corrido? —le pregunté yo entonces acariciándole el coño con la mano.

—¿Tú qué crees? —me contestó ella con una ensoñadora sonrisa mientras me rodeaba el cuello con los brazos.

Nos volvimos a besar, y entonces me di cuenta de ello.

—¿Sabes? —le dije—. A veces me cuesta creerlo.

—El qué —dijo ella.

—Esto —dije, extendiendo las manos como si sostuviera un planeta entre las palmas—. Tú, yo: todo. Y fíjate si me cuesta creerlo, que a veces tengo una pesadilla en que yo soy un cualquiera y cualquier otro es tu novio.

—Qué cosa tan bonita —dijo ella sonriendo, y luego me hizo hacia sí con los brazos—. Y qué tontería tan grande.

—Lo sé —dije yo entre risas.

—Anda, tonto —dijo ella también entre risas—. Déjate de tonterías y fóllame de una vez.

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